La primera vez que me estafaron tenía 13 años. Mi padre tuvo la equivocada idea de creer en un comprador que ganó su confianza; este joven, de unos 27 años, convenció a mi padre de que le pagaría la compra de un Súper Nintendo al llegar a su casa. Yo fui el emisario, el acompañante y responsable de cobrar el dinero. Así que nos fuimos caminando hasta la Av. Tacna y nos subimos a una couster que nos llevó por toda la Av. Arequipa hasta el distrito de Miraflores. En el viaje, vi que el comprador abrió la caja del Súper Nintendo y lo comenzó a revisar. Al llegar a Miraflores nos bajamos en el parque Kennedy, nos sentamos en una banca y mirándome fijamente a los ojos el estafador me dijo: hace unos días entraron a robar a mi departamento, se llevaron todas mis cosas y también se robaron mi Súper Nintendo. Mostrándome la caja del videojuego me dijo que la serie de su Súper Nintendo era la misma del videojuego que yo intentaba cobrar. Hábilmente se había memorizado la serie.
A los segundos corrió entre la gente y desapareció por una calle. Me quedé petrificado, no tuve reacción, era la primera vez que alguien que aparentaba tener dinero me contó una falsa historia. Comencé a asustarme, pero el temor no era por el robo, sino que ahora tenía que enfrentar a mi padre. ¿Cómo le explicaría que caí como un tonto? Se me caía la cara de vergüenza, pero tenía que regresar. Al llegar me observó pálido, y preguntó: qué pasó. Le expliqué con vergüenza, con rabia y con lágrimas lo que había sucedido. Me escuchó atento, levantó la mirada hacia la avenida Tacna, y luego me miró con ojos de tristeza. No me dijo ni una palabra, jamás me reprochó. Pero en el pecho sentí que lo había decepcionado.
Hace unos días Netflix ha subido a su plataforma el documental titulado “El estafador de Tinder” y la serie “Inventando a Anna”, un hombre y una mujer que tienen la “facilidad” de vivir del esfuerzo y dinero de otras personas. Estos dos personajes, como todos los estafadores, logran ganarse la confianza de la gente, siempre tienen una historia para timar, engatusar y desaparecer. Lo que sorprende es que a pesar de la delincuencia y los peligros que existen en la calle, los estafadores son como una especie de fantasmas que conviven entre nosotros. Su lenguaje es la mentira y su máscara la sonrisa y la amabilidad.
Con los años, los estafadores se han profesionalizado, trabajan en grupo, crean empresas, falsas herencias e incluso partidos políticos. Nos prometían que no cobrarían el sueldo de presidente de la república, que los delincuentes extranjeros tendrían que dejar el país en 72 horas, que los jóvenes que no estudian ni trabajan deberían acudir al servicio militar y que, lo mejor de todo, no habría más pobres en un país rico. Y les creímos.
Lo triste es que a pesar de todo lo vivido, seguimos cayendo.
(*) Periodista y director de la revista Lima Gris