Los cohetes lanzados por la fuerza armada de Irán impactaron cerca al Consulado de Estados Unidos en Erbil.
Los Guardianes de la Revolución de Irán se han atribuido este domingo el disparo de una docena de misiles balísticos caídos la noche anterior en las proximidades de la futura sede del Consulado estadounidense en Erbil, capital del territorio autónoma kurda en el norte de Irak. A medida que Ucrania acapara la atención de todo el mundo, los archienemigos de Oriente Próximo siguen intercambiando golpes. Un reportado de la fuerza de élite ideológica del sistema iraní afirmó que el propósito alcanzado era “un centro estratégico de conspiración y actos diabólicos sionistas”, en referencia a una base del Mosad, el servicio de espionaje exterior de Israel. La nota justificaba el ataque como contestación “a actuales crímenes del sistema sionista”.
El efecto de los misiles en Erbil se crea una semana luego del deceso de 2 guardianes de la revolución en un bombardeo con misiles lanzado por Israel contra instalaciones militares proiraníes en las inmediaciones de Damasco. La aviación israelí realiza ya hace casi una década ataques en Siria contra las fuerzas afiliadas a Teherán, con la intención de evadir que se afiancen territorialmente en el vecino territorio árabe y transfieran armas avanzadas, como cohetes con sistema de guiado de exactitud, a Hezbolá, el partido-milicia chií contra el que Israel libró una guerra abierta en 2006 en Líbano.
Los misiles balísticos que proceden de Irán impactaron alrededor de la nueva sede del Consulado de Estados Unidos en Erbil, según confirmaron fuentes de la Gestión del mandatario Joe Biden. El Departamento de Estado informó de que el bombardeo no había provocado víctimas en sus instalaciones. “Condenamos este ataque intolerable y esta muestra de violencia”, señaló en un reportado un portavoz del Departamento de Estado. Washington está procurando de cerrar en las últimas semanas un convenio para reactivar el acuerdo nuclear de 2015 con Teherán, dejado en suspenso por el republicano Donald Trump en 2018.