Por Javier Valle Riestra
Que los Gobernantes son responsables ante sus comitentes, y que no se puede regir impunemente, es principio de data contemporánea. Es un postulado del moderno Estado Democrático de Derecho nacido en 1789 a la sombra de los ideales que enarbolara la Revolución demoliberal de aquella fecha. Hasta entonces el Príncipe había sido considerado como un personaje que gobierna a su arbitrio sin limitaciones y sin restricciones en virtud de un mandato de origen divino o semidivino. Es decir, que la fuente inmediata del poder es algo extra-humano, derivado de la gracia de Dios. Caracteres del Absolutismo según González Calderón. Cabe aquí recordar las palabras del eminete tratadista argentino que describen brillantemente los rasgos del absolutismo: “el monarca, según la teoría legal, era representante directo y único de Dios en la nación o pueblo que gobernaba, transmitía a sus sucesores el derecho al poder absoluto sin que para ello la nación o el pueblo fueran consultados, pues la teoría legal suponía de antemano el consentimiento de los súbditos. Estos debían conformarse con los designios de Dios que así lo disponían.
El ejercicio del poder político, del gobierno, o si se quiere, el modo de ejercer ese poder y su extensión, dependían, exclusivamente del libre arbitrio del Jefe supremo, pues él era la única autoridad que estaba capacitada por la teoría legal para establecer y ordenar el régimen gubernamental. Podía delegar a funcionarios especiales el desempeño de tales o cuales magistraturas, pero a la vez se reservaba el derecho intangible de revocarles el mandato. Como se decía antes (y como todavía hoy se dice convencionalmente en el derecho público ingles) el monarca “es la fuente de toda autoridad y de todos los honores”. Un Monarca considerado como Dios o como representante de la divinidad no podía ser forzado a rendir cuenta de sus actos ante la Nación. Si algún tipo de responsabilidad se perfilaba era la de los funcionarios inferiores ante la persona del Príncipe. Y la única exigible al Monarca según la teoría legal del absolutismo era la que podía demandarle Dios.
Esta situación permitiría expresar “L ´Etat c´est moi”, frase cínica que compendia todo el sentir de ese tipo de soberano. Dice a este respecto Jean Dabin: “se perciben sin dificultad las consecuencias muy ventajosas para el príncipe, que se desprenden con toda naturalidad de estas teorías: designado Dios directa o indirectamente, el príncipe no es responsable de su gobierno más que ante Dios”.