La estrategia de los dictadores latinoamericanos para perpetuarse en el poder tiene libreto conocido.
Primero, convocar una Asamblea Constituyente para que el mandatario electo pueda reelegirse por más periodos o permanentemente y, al mismo tiempo, para adecuar la nueva carta fundamental a los objetivos políticos que pretende alcanzar.
Bajo ese paraguas gobiernan en Cuba hace 62 años; en Venezuela desde 1999 y en Nicaragua lo hace, a sangre y fuego, el tirano Daniel Ortega.
Un segundo elemento del libreto, es someter el sistema de justicia. Así pueden reprimir libremente a los opositores y garantizar impunidad a quienes delinquen o violan derechos humanos. Jueces y fiscales se convierten, de ese modo, en monigotes, lacayos asalariados, cómplices de asesinatos o fechorías, recibiendo, en compensación, magníficas remuneraciones y privilegios económicos. Y en la misma línea de copamiento se encuentran los tribunales Constitucional y Electoral, la Contraloria y Defensoria del Pueblo; es decir, todos los poderes autónomos que garantizan el funcionamiento de un estado de derecho.
Forma parte del tóxico libreto controlar las Fuerzas Armadas y Policiales, desviándolas de sus funciones de garantizar la defensa nacional y la seguridad interna, para usarlas como agentes políticos. En Nicaragua, Venezuela y Cuba los uniformados son ministros, embajadores y altos funcionarios públicos, muchos de ellos implicados en escandalosas corruptelas.
Hay un cuarto componente del libreto: construir una plataforma diplomática para proteger y/o difundir un modelo autoritario, mediante organismos ad hoc creados con ese propósito – léase Celac, Grupo del Puebla o el Alba -, y forjando alianzas entre gobiernos afines, como han hecho Venezuela, Bolívia, Cuba y Nicaragua.
El esquema se consolida gracias a la “solidaridad diplomática” de gobiernos que se auto califican de izquierda. Alberto Fernández y López Obrador, mandatarios de Argentina y México, son dos exponentes de ese sector torpemente maniqueo.
En ese contexto, el círculo se completa cuando las dictaduras de la región pactan con potencias extra continentales – Irán, Rusia y China – que los proveen de recursos económicos y blindan en organismos internacionales. En reciprocidad se han hecho propietarios de minas, yacimientos petroleros y gasíferos y, sin duda, tienen mayor influencia que la superpotencia del hemisferio: Norteamérica.
La Cumbre de las Americas que se desarrolla en Los Angeles constituye, por ello, un oportunidad para trazar una línea clara entre democracias y dictaduras. Estados Unidos, país anfitrión, hizo bien no invitando a los dictadores de Venezuela, Cuba y Nicaragua, no sólo por representar regímenes anti democráticos, sino porque sus líderes están implicados en crímenes de lesa humanidad.
Es preferible, sin duda, definir y no zigzaguear diplomáticamente, camino fofo que conduce a un implícito acuerdo de tolerancia que refuerza a los sistemas totalitarios.
Ahora que el mandatario López Obrador decidió no asistir a la Cumbre en USA, debemos recordar que invitar a un evento es potestad del país anfitrión. Así sucedió cuando en 2018 el Perú desconvocó al dictador Maduro de la Cumbre de Lima. Este, bravucón, amenazó ingresar “por tierra, por mar o por aire”. Por supuesto que no lo hizo y sus aires bolivarianos se los llevó el viento, como ahora también se llevará el viento la llamada Cumbre de los Pueblos planificada entre Caracas y La Habana.
No se, en verdad, a cuál de las cumbres se habrá referido el canciller mexicano Marcelo Ebrard al sostener que el tema central será “terminar con el bloqueo a Cuba”, conforme consigna el diario Granma, asunto interesante a debatir como igualmente que se convoquen elecciones democráticas en la isla gobernada por el Partido Comunista desde hace 62 años y que se deje en libertad a docenas de ciudadanos cubanos sentenciados a penas de hasta 30 años de prisión por manifestarse pacíficamente demandando mejores condiciones de vida.