Un beso, un abrazo a cada hijo, las últimas recomendaciones a doña Dolores, su amada esposa. Así debe haber sido esa triste mañana en que Miguel Grau, dejó su casa de la calle de Lescano para no volver jamás.
Sin duda que mientras cruzaba el zaguán de la vieja casona, recordaba cuando a los nueve años se embarcó por primera vez para convertirse en hombre, en hombre de mar, para mayores señas. También es posible que haya recordado su primer naufragio cuando también era apenas un niño.
Sus últimas visiones de Lima se habrán entremezclado con los recuerdos de su boda en la iglesia del Sagrario, con la amada Dolores. Luego el nacimiento de sus diez hijos…
Al pasar por la Merced se habrá santiguado, como buen cristiano y entonces habrá recordado su última confesión con el Padre Gual. Habrá también recordado los consejos de Monseñor Roca y Boloña, el mismo que le obsequió la imagen de Santa Rosa de Lima que lo habrá de acompañar hasta el último día de su vida en el camarote del Huáscar.
Cerrados los ojos habrá aspirado por última vez el aroma de las huertas de Lima, de esa Lima que ahora dejaba atrás y que más adelante será incendiada y saqueada con odio y sin clemencia por un enemigo siniestro y protervo. Pero para entonces el ya habrá muerto, ya habrá entregado su vida en el Huáscar.
Qué ideas habrán pasado por la mente del gran Miguel Grau aquella madrugada del 8 de octubre de 1879, cuando llegando a Antofagasta eran las tres y media de la mañana avistó “tres humos” en el horizonte, señal inequívoca de la presencia de naves enemigas.
Qué sentimientos se habrán agolpado entonces en su noble corazón cuando vio al norte otros “tres humos” y supo que estaban rodeados. Cuántas ideas e imágenes habrán poblado su mente de estratega cuando ordenó al Unión escabullirse para salvar al menos una nave.
Ya lo había advertido en Lima antes de partir: “Señores, es preciso que no nos formemos ilusiones; el Huáscar es sin duda un buque muy fuerte, pero nunca podrá contrarrestar el poder de uno solo de los blindados chilenos, pues estos tienen una coraza uniforme de nueve pulgadas y seis cañones de igual calibre que los del Huáscar (…) A pesar de todo el Huáscar cumplirá con su deber, aun cuando tenga la seguridad de su sacrificio”.
La fría brisa sureña habrá besado sus mejillas cuando ordenó abrir fuego contra el blindado chileno Cochrane, fue la última decisión de su vida, eran las 9.25 horas y transcurrieron 15 minutos hasta que una descarga chilena hizo volar en pedazos su cuerpo.
Cuesta imaginar la soledad del héroe esa fría mañana. Cuesta imaginar su sentir. Cuál es en definitiva el sentimiento del que va como él, sereno, impasible, gigantesco ante la muerte y finalmente entrega todo por la patria.
Fueron los quince minutos más trágicos de la historia nacional, cuando ya Grau sabiéndose perdido continuó el combate. Su voz se habrá hecho una con el estruendo del combate y el rugir de las aguas de su mar. Porque el Pacífico Sur es el Mar de Grau. Siempre lo será, desde Tumbes hasta Tarapacá.