Por Francisco Chirinos Soto.
Como consecuencia de esta alarmante proliferación de graves hechos delictivos, particularmente en el campo de los llamados delitos de corrupción, la ciudadanía se viene informando diariamente, a través de los diversos medios de comunicación, de las medidas fiscales y judiciales que se vienen adoptando contra apreciable número de personas, todas ellas dirigidas –cuando menos teóricamente- a asegurar la eficacia de las investigaciones y la imposición de las penas que correspondan a la responsabilidad de los imputados.
Sin embargo, es posible advertir que las autoridades no actúan de manera uniforme, tal como lo vienen señalando voceros de los partidos políticos y de la opinión pública. En algunos casos, se dictan medidas compulsivas de privación de la libertad y en otros las determinaciones cautelares son menos severas, sin que se ofrezca una explicación satisfactoria para ese comportamiento diferencial.
Lo que debe tenerse en cuenta, como punto principal de toda esta problemática, es que la regla consiste en el procesamiento de las personas en libertad y que la excepción a dicha regla es, precisamente, la privación o la restricción de la libertad, según el artículo 268° del Código Procesal Penal y debe fundarse en la existencia de elementos probatorios suficientes acerca de la responsabilidad del imputado y en que, además, el delito esté previsto y sancionado con una represión superior a los cuatro años de prisión y que, además, por los antecedentes del imputado y otras circunstancias, pueda albergarse razonablemente un temor a la fuga.
Especialmente en los últimos días, hemos visto que el debate público reposa casi exclusivamente en el tema del peligro de fuga. Ese es, como acaba de explicarse, uno solo de los aspectos o razones que deben concurrir para fundamentar un mandamiento de privación de la libertad personal e internamiento en un centro público de reclusión o en la adopción de alguna otra medida coercitiva que suponga una limitación a la libertad física del ser humano.
No pueden, pues, los jueces distribuir mandamientos de prisión como quien reparte los volantes para una función de circo. Tienen que hacerlo dentro de las previsiones de la ley y con severo respeto a los plazos y términos establecidos por la misma, teniendo presente que, como queda dicho, que el principio fundamental en cuanto a los mandatos de prisión ha de consistir necesariamente en el respeto a la libertad y en la certeza de que la privación de la libertad antes de juicio tiene naturaleza eventual y excepcional.
De otro lado, debe quedar absolutamente en claro que la privación de la libertad antes de juicio supone que se haya abierto ya la investigación preliminar prevista por el código y que ésta tiene una duración perfectamente determinada. Entonces, pongamos por caso, que en un determinado asunto se dicta detención provisional por nueve meses, eso significa que la investigación debe agotarse en ese lapso, así como la realización de la acusación fiscal respectiva, si el Ministerio Público considera que se ha probado la existencia del delito y la responsabilidad de la persona o personas imputadas. A esa acusación debe seguir inmediatamente el juico propiamente tal, para que todo ello se cumpla dentro del plazo de detención preliminar o provisional.
Si a partir de la sentencia, viene una condena por varios años, ese fallo habrá de ejecutarse aunque sea apelado y al final, se le descontará al procesado los meses de detención inicial. Todo ello, por cierto, en aras de una correcta administración de justicia que, para serlo, debe ser rápida, equitativa y apoyada en los hechos investigados y en la ley.