Por: Martín Valdivia Rodríguez
Parece que al Perú le han caído todos los males del mundo. Al terrible clima político que atraviesa el país con la disolución del Congreso y problemas anexos, surge nuevamente la sombra de Odebrecht en manos de Jorge Barata, quien ayer volvió a revelar una serie de nombres de políticos vinculados a la corrupción. Muchos ya eran conocidos; otros, una ingrata sorpresa que nos señala que en temas de corrupción no hay derechas ni izquierdas, simplemente cuenta el valor del dinero para generar riqueza mal habida.
Frente al triste espectáculo de ver mellada la imagen de nuestro país, con una fauna política que sólo ve por sus deseos personales o de grupo, se tiene que abrir un nuevo camino de reconciliación nacional, buscando unificar criterios y pensando que todos remamos en un solo sentido, que es nuestro país.
Nada justifica que hayamos tenido que llegar a un punto de no retorno, con posiciones tan encontradas como irreconciliables en el Perú.
Este es un momento especial donde alguien debe interceder para retornar a la calma y ese “alguien” debería ser, sin dudas, la Iglesia, la misma que más de una vez ha comprobado en los hechos que es una de las instituciones más confiables que existe en el país, sin más interés que buscar la conciliación y el diálogo cuando los conflictos agobian a nuestra nación.
Ahora que tenemos un nuevo arzobispo de Lima (que goza de una aceptación privilegiada por parte de todos los peruanos), es menester que interceda para buscar un acercamiento sincero y transparente entre nuestros políticos, el reverendo Carlos Gustavo Castillo Mattasoglio, se convierte en esa figura destacada que podría mediar entre el Ejecutivo y el Legislativo, buscando una reconciliación que todos los peruanos deseamos.
Y esta urgencia nace no sólo porque necesitamos restañar heridas, sino porque el país no puede continuar paralizado, con una economía que bien podría sufrir más de lo que ahora estamos experimentando. Los peruanos debemos de sentirnos seguros, con un gobierno sólido y firme, con instituciones que respondan al llamado de un pueblo que exige sanción para los corruptos, pero también reconciliación. Ya mucho daño nos hemos hecho tratando de buscar cada uno su propia verdad. La Iglesia, en este caso, tiene la suficiente autoridad moral como para liderar esta reconciliación, sino también al elemento humano que podría llevar a buen puerto esta tremenda responsabilidad. Porque lo que digo y escribo siempre lo firmo.
