Por Javier Valle Riestra
El artículo 176° de la Carta de 1828 prescribía que en un plazo de cinco años debía reunirse una constituyente para reformar el texto. Aquellos optimistas liberales creían que en ese tiempo emergerían las condiciones nacionales necesarias para introducir el federalismo, la utopía izquierdista de aquella época, y la de que las Juntas Departamentales habían sido experimento.
El 10 de junio de 1834, bajo la presidencia del solemne y tímido Orbegoso, se promulgaba el cuarto texto constitucional y tercero liberal del Perú. Esta Carta era más rotunda en materia de responsabilidad. Dispositivos tajantes. La acusación durante el mandato. La Residencia al finalizarlo. Era explicable: los convencionales de entonces se reunieron teniendo fresco el arbitrario y abusivo gobierno militar de Agustín Gamarra.
El artículo 23° determinaba las facultades de la Cámara de Diputados: “Le corresponde también acusar de oficio, o a instancia de cualquier ciudadano ante el Senado, al Presidente de la Republica”. Los delitos denunciables eran, entonces, los de traición, atentados contra la seguridad pública, colusión, infracciones de constitución, y, en general, por todo delito cometido en el ejercicio de sus funciones, al que está impuesta pena infamante.
El Senado debía declarar por los dos tercios de los Senadores presentes se había o no lugar a la acusación. Si la resolución era afirmativa como en la Carta de 1828 el acusado quedaba suspendido y a disposición de la Corte Suprema. Los artículos 93° y 94° establecían el refrendo y la solidaridad con el Presidente.
Por primera vez una Constitución estimaba la posibilidad de residenciar a un Presidente y a sus Ministros. El artículo 114° enunciaba como facultad de la Corte Suprema de Justicia: 1ª Conocer de las causas criminales que se formen al Presidente de la República, a los miembros de las Cámaras, a los Ministros de Estado y Consejeros de Estado, según los artículos 33° y 101°, atribución 5ª. 2ª De la Residencia del Presidente de la Republica y demás que ejerzan el Supremo Poder Ejecutivo y de la de sus Ministros.
Esta Carta optimista sufrió inagotables vicisitudes. La estabilidad constitucional del gobierno de Orbegoso no fue larga. Salaverry, la Confederación y Gamarra destrozaron la Carta de 1834. En los días Restauradores de 1839, Gamarra promulgaría una ley llena de odio en la que derogaba aquel instrumento.