Por Javier Valle Riestra
Fue promulgado este documento el 9 de diciembre de 1931. Sus notas saltantes son su vanguardismo político y su parlamentarismo radical. Jiménez de Asúa expresa: “acababa de salir España de una dictadura en que el Parlamento no funcionaba y las libertades sufrieron prolongado colapso. Era fatal que el pueblo y sus representantes entronizaran un régimen de amplio liberalismo y ancha vía parlamentaria”.
El artículo 82° de la Carta republicana española reconocía la posibilidad de destituir al Presidente antes que expirase su mandato. La iniciativa de destitución se tomaba a propuesta de las tres quintas partes de los miembros que compusieran el Congreso. Desde ese instante el Jefe del Estado no podía ejercer sus funciones. Pero para hacer definitiva esa suspensión temporal, en el plazo de ocho días, se convocaba la elección de los compromisarios en la forma prevenida por el articule 68° para la elección de Presidente.
Los compromisarios, entonces, se reunían con las Cortes para decidir por mayoría absoluta sobre la proposición. Si la Asamblea votaba contra la destitución quedaba disuelto el Congreso. En caso contrario esa misma Asamblea elegiría al nuevo Presidente de la República. Lo propuesto por la Carta de 1931 era lo sostenido en el artículo 43° de la Carta de Weimar. Se diferenciaba en que mientras los legisladores alemanes establecían que el pueblo decidiera directamente sobre la destitución, los constituyentes españoles complicaban el proceso convocando al pueblo para elegir a los compromisarios.
Sin embargo, la solución española era lógica dentro del sistema general de la Carta: si Diputados y compromisarios habían elegido, unos y otros eran los llamados a destituir. Otros rieles que podían conducir a la destitución del Presidente son los que salían del artículo 85°. Aquí se reconocía que el Congreso, por acuerdo de los tres quintos del total de los representados, podía acusar ante el Tribunal de Garantías Constitucionales.
Si este Tribunal admitía la acusación el primer magistrado de la Republica quedaba destituido, procediéndose a nueva elección. Si la acusación no fuese admitida, el Congreso quedaba disuelto y se procedía a nuevos comicios. De esa manera, las Cortes tenían un doble camino: el de reunirse con los compromisarios, o el de acusar al Presidente ante el Tribunal de Garantías Constitucionales por “infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales”. Ambos caminos eran peligrosos, podían convertirse en un infamante boomerang político en el caso de rechazarse la destitución.