Por: Iván Guevara Vásquez
La polis griega nos legó el nombre “política” como actividad referida a la administración de la cosa pública. Dentro del derecho aparece, como una creación necesaria para evitar la destrucción o ruina de la comunidad, el derecho penal. Las conductas establecidas en la ley, castigadas con una sanción por el aparato punitivo estatal, posibilitaron a las sociedades subsistir y encaminarse hacia el logro de determinados objetivos. El delito tendría su origen en el ámbito de la política, por intereses y objetivos de la polis (ciudad), en estricta correspondencia con las raíces del derecho en general.
Cuando la polis se fragmenta en grupos particulares provistos de privadas ambiciones y concepciones sobre cómo administrar la cosa pública, surgen los intereses político partidarios que en no pocos casos se traducen en la manera “preocupada” de pensar en cómo repartirse la torta estatal llena generalmente de presupuesto en los países que albergan a las actuales repúblicas y monarquías constitucionales.
En la época contemporánea, por cierto descrédito en que ha caído lo político partidario, se ha llegado a reducir toda expresión política como sinónimo de ambición desmedida de poder y, en consecuencia, de lucha desleal entre las diversas agrupaciones. No en vano, el “vale todo” y el mundo de las intrigas han terminado por erosionar enormemente la función y la finalidad de la política.
Cuando los ex gobernantes cuestionados por corrupción son denunciados penalmente se esgrime la tesis de la persecución política para frenar todo intento de ser sometidos a proceso, cuando lo correcto estriba en permitir que se esclarezcan los hechos mediante el apersonamiento y defensa respectiva. Pero lo correcto e incorrecto suelen desaparecer fulminados por el relativismo de los intereses político partidarios distorsionados a su vez por únicos caudillos o “líderes natos”, supuestamente insustituibles.
Hay delitos que, mereciendo ser encausados, no lo son, pese a que merecen terminar en proceso con sentencia o resolución final, y, por el contrario, hay hechos denunciados que, no constituyendo delitos, son encausados debido a que ciertos agentes de la actividad partidaria pusieron su mayor o menor celo y preocupación, respectivamente, por lo general gracias a la orden del caudillo y de su cúpula privilegiada que lo sustenta y aísla en el poder.
En esa visión, el derecho penal tendría un presente triste y oscuro explicado por determinados intereses. Mas, a su vez, se vislumbra un glorioso porvenir cuando, tras desnudarse la verdad de las cosas al respecto, la política retorne a su cauce natural y sea nuevamente una actividad dirigida ante todo y por sobretodo al bien común.
Eso significa cambiar el actual desenvolvimiento de la política, reconociendo su carácter matriz respecto a lo jurídico. Y es que el pretendido divorcio entre el derecho y la política no implica un conocimiento correcto porque el primero surge de la segunda para regular y ordenar la vida de la comunidad, considerando objetivos públicos justos.
Ese momento vendrá impulsado por contextos de sanción a megacasos de corrupción. Y la luz del sol de la justicia alumbrará a todos por igual.
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