Francisco Chirinos Soto
Llevar adelante una reforma de la administración de justicia en el Perú, sobre todo con los caracteres de “reforma integral”, según la propuesta del Presidente de la República, don Martín Vizcarra Cornejo, configuraría un virtual golpe de estado, si la misma no se tramita dentro de los procedimientos previstos por la Constitución de la República. Consecuentemente, si se quisiera hacer las cosas bien, el tema debe encargarse sustancialmente al Poder Legislativo para que éste introduzca las enmiendas pertinentes a la Carta Magna. Otro modo de actuar equivaldría a un ataque insidioso a la propia Ley de Leyes.
Por lo pronto, tiene que cambiarse sustancialmente el sistema de designación de jueces, que la Constitución en vigencia atribuye a un organismo denominado Consejo Nacional de la Magistratura, heredero remoto del tristemente célebre Consejo Nacional de Justicia creado por la dictadura velasquista precisamente para tener maniatado al Poder Judicial y sometido a sus arbitrarias y caprichosas decisiones. En estos días, es precisamente tema de preferente atención colectiva la existencia misma y la conformación del Consejo Nacional de la Magistratura, asunto que no puede encargarse a una comisión inventada por el Jefe del Estado e integrada por calificados dirigentes de diversas instituciones. Ni siquiera la prominencia de las mismas y de sus miembros es capaz de cohonestar la vulneración constitucional que todo ello significaría.
Reformas judiciales se han intentado varias veces. Las últimas que recordamos fueron la que hizo Leguía a lo largo de sus fatigosos once años de gobierno; la que hizo poco después, tras derrocar a Leguía, el General Luis M. Sánchez Cerro; la que intentó a su turno el General Manuel A. Odría y la que, finalmente, en las postrimerías del Siglo XX, llevó adelante el dictador Alberto Fujimori. Ninguna de ellas cumplió objetivo concreto alguno y no hicieron más que complicar la ya difícil situación de nuestros organismos administradores de la justicia pública y privada.
Además de los cambios constitucionales que se precisan, será necesaria una sustitución o modificación de la normatividad procesal. Los códigos de procedimientos civil, penal, laboral, constitucional y administrativo tendrán que ajustarse a la nueva estructura constitucional, a los efectos de que se administre una justicia rápida y eficaz en todos los aspectos. Además de la reforma constitucional, que por sí misma necesita de dos legislaturas ordinarias sucesivas, la preparación de los códigos procesales requerirá de tiempo significativo y de la participación de expertos en todas las ramas del derecho nacional.
En suma, la tarea que enfrentará el Estado para reformar, dentro de la Constitución y de la ley, al Poder Judicial, será titánica. Un memorándum elaborado en un par de semanas y con unas cuantas páginas no puede ser suficiente para el enorme objetivo que se persigue. Acabo de ver cómo se ha designado a una comisión de reforma del sistema de justicia, encabezada por ciudadano tan ilustre como Alan Wagner Tizón y conformada por un grupo de juristas de primer nivel. Lo más que podrá hacer tal comisión es aportar sus consejos a quien corresponda llevar adelante las modificaciones constitucionales y legales respectivas. Esto es un asunto, repito, del Poder Legislativo, por encima del cual no existe poder alguno de la Nación.