Según el parecer de mucha gente las ideas son inofensivas. En jugar de la contundencia de los hechos, que nos afectan directamente, el pensamiento sería algo aleatorio, en tanto divaga por los limbos de la abstracción. Esta propensión a desconectar los conceptos y la realidad, podrá ser un sentimiento generalizado, pero está muy lejos de corresponder a la verdad. La fuerza de una idea –al margen de las retóricas filosóficas del idealismo– se expresa con un potencial inusitado y violento cuando se articula al poder. Entonces y solo entonces, la reflexión nimia y solitaria dimana en un vendaval devastador, de consecuencias jamás imaginadas.
El pensamiento políticamente ensamblado se denomina ideología. Y cuando ésta reproduce una práctica política radical o contiene una visión extremista de las cosas y un deseo de insatisfacción profunda con la realidad, tiene consecuencias letales para la humanidad. El reciente siglo XX registra tragedias de este tipo. La creencia en la superioridad aria llevó al Holocausto y a la guerra. La filosofía marxista-leninista esgrimida por Stalin destruyó físicamente a millones kulaks, (campesinos propietarios). Y las concepciones de Pol Pot y sus secuaces, educados en Francia, masacraron a los camboyanos al despoblar las ciudades en pos de un país rural.
Un deber ser impuesto por el razonamiento ideológico es terco y no admite transacciones. Son verdades iluminadas e incontestables. Sus dogmas se aplican “sin dudas ni murmuraciones”. Y, lo más grave, no causan remordimiento alguno. Es la gélida ejecución de una revelación suprema, de un mandato divino.
Cuando Sagasti, intelectual finamente cultivado y, quizá, buena persona en lo privado, prefiere, en el espacio público, la muerte de los peruanos “antes que los ricos se vacunen primero”, está reflejando la pulsión todopoderosa de un seudo igualitarismo ideológico. Su religión secular acepta riesgos y sacrificios, antes que “traicionar un principio”. Y, al igual que aquellos ilustrados camboyanos formados en La Sorbona, estima que sus convicciones son inflexibles. Pero, como usualmente sucede con los ideólogos de su estirpe, no pagan las facturas de sus errores criminales (él ya se vacunó). Son los otros, los infelices condenados de la tierra, aquellos que de boca defienden, las víctimas de sus experimentos desalmados.
Ahora bien, el encargado de la Presidencia no es pulcro con la honestidad intelectual que proclama. Nadie ha sostenido “salvar a los ricos y al diablo el país”, como sugiere torvamente. Un tergiversar penoso, indigno de su sofisticación académica. Proteger los derechos fundamentales a la vida y a la salud, no es monopolio del Estado, sino deber de todos ciudadanos. Lo dice la Constitución. Nada impide la libre importación de vacunas. Máxime cuando el Gobierno no lo hace. Infectado por la incapacidad o la cutra.
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