Este término acuñado por el filósofo, escritor y cineasta francés Guy Debord, nos hace percatarnos que bajo el velo de la “modernidad” nuestras sociedades se vienen frivolizando, al punto que el ser humano esta camino hacia una vida indolente frente a lo que sucede en su entorno, cada vez más jóvenes viven sin comprometerse con alguna causa, quedando anulados como actores de cambio en la comunidad, creyendo fervientemente en la representación creada por las redes sociales, medios digitales y muchas veces la idealización que ellos mismos generan para sí de la vida.
Esta actitud apática ante la sociedad y dejarse influenciar por las apariencias tiene como consecuencia que el ciudadano no aspire a mejorar, simplemente vive indiferente a todo, anhela tener una vida de abundancia efímera sin ningún tipo de esfuerzo o responsabilidad, aplaude la vida que ve en redes sociales desplazando a la realidad, trayendo consigo un camino largo pero inevitablemente desastroso para sus naciones, sin habitantes que quieran mejorar, que trabajen y que deseen realmente luchar por un mundo mejor, vamos hacia la extinción como especie, el cambio de paradigmas urge para sobrevivir.
Los países no solo deben difundir, exaltar y premiar a sus ciudadanos que consigan un éxito económico, sino también a aquellos que tengan logros en su quehacer cotidiano, al buen padre, al buen alumno, a quien es voluntario, a quien se compromete con una causa benéfica, al profesor destacado, a quien contribuya con mejorar nuestra patria.
Los padres de familia, los profesores y todo aquel que esté involucrado en la formación de futuros ciudadanos debemos comprometernos a cambiar este sombrío panorama, nuestros niños deben retomar los paradigmas de nuestros próceres de la humanidad, saber diferenciar claramente lo positivo de lo negativo, lo bueno de lo malo, para así siempre procurar llegar al “deber ser” y no resignarse con vivir con solo “ser”, todos somos los llamados a ser promotores del cambio.