Los fraudes electorales en Latinoamérica se han convertido en herramienta para preservar el autoritarismo, aferrándose al poder a cualquier precio. Proceso meticulosamente orquestado, socavando el ejercicio democrático. Venezuela, Nicaragua y Bolivia obstaculizan elecciones justas y transparentes, emulados por otros países en la región.
El fraude electoral es fraguado sistemáticamente, copando el aparato estatal. En Venezuela, con Hugo Chávez en el poder desde 1999, la manipulación estatal buscó concentrar el poder en manos del Ejecutivo, subordinando al legislativo, judicial y sistema electoral, con 15 procesos electorales en 25 años.
El método más efectivo para controlar el proceso electoral es inhabilitar candidatos. En Nicaragua, durante las elecciones de 2021, Daniel Ortega descalificó y deportó opositores, imposibilitando la competencia electoral para asegurar su reelección.
Al aproximarse el proceso electoral, los regímenes autoritarios intensifican la represión, persecución de opositores, intimidando a los votantes, desincentivando la participación ciudadana. En Bolivia, en 2019, el fraude electoral culminó con la renuncia forzada de Evo Morales, nuevas elecciones convocadas por la presidenta interina Jeanine Áñez, quien fue arbitrariamente encarcelada por el nuevo presidente, Luis Arce, evidenciando cómo el poder judicial se convierte en herramienta de control político.
La disonancia entre resultados oficiales y encuestas preelectorales son constantes. En Venezuela, Edmundo Gonzales encabezó las encuestas con 61% contra 25% de Maduro; en boca de urna 63% contra 30% respectivamente; pero los anuncios del CNE declararon a Maduro ganador con 51% versus 44% de Gonzales. A pesar del claro triunfo de la oposición la proclamación de Maduro evidenció un fraude descarado.
El ejemplo paradigmático por excelencia es Venezuela. Las elecciones presidenciales de 2013 y 2018 evidenciaron múltiples irregularidades condenadas por la comunidad internacional, Organización de Estados Americanos (OEA) incluida, emitiendo comunicados, condenando violaciones de derechos electorales, pero, sin acciones contundentes el régimen continúa manipulando resultados.
Las organizaciones internacionales deberían cumplir su rol en la vigilancia electoral, pero, sin seguimiento, mecanismos de presión o sanciones, sus acciones se reducen a meros comunicados. Sin el apoyo de todas las naciones para hacer cumplir la Carta Interamericana no es posible garantizar elecciones libres y justas, así, los regímenes autoritarios continuarán actuando impunemente. El más claro ejemplo es el último fracaso del 31 de julio, donde los países autoritarios quedaron al descubierto con sus abstenciones.
El apoyo de potencias extranjeras avala la permanencia de las tiranías. En 2018, la presencia de Rusia durante las elecciones, con respaldo político y militar, consolidó la posición de Maduro. La cooperación de autocracias como China, Rusia, con Irán, Cuba, Nicaragua, Honduras y Bolivia, sumados Brasil, México y Colombia aprobando el fraude venezolano, fortalecen el autoritarismo.
Este resultado electoral, desconociendo la voluntad popular, genera protestas masivas reprimidas violentamente con grupos militares, policiales y colectivos para estatales, con más de mil detenidos y víctimas mortales, manteniendo el control a través del miedo e intimidación.
Las protestas son la reacción a la falta de legitimidad electoral y a condiciones socioeconómicas deterioradas que los regímenes autoritarios prefieren ignorar.
Los fraudes electorales en dictaduras prolongadas como el chavismo con 25 años son usados para eludir sanciones internacionales contra denuncias por violaciones a los Derechos Humanos, evitando ser encarcelados, lamentable situación que perjudica a civiles cautivos de la tiranía. La presión diplomática debe ser cauta, ofreciendo incluso tratos reservados al entorno de los tiranos. El objetivo es velar por el futuro de millones de familias, evitando migraciones masivas.
Los fraudes electorales del autoritarismo son procesos progresivamente fraguados, erosionando las instituciones en todos los niveles del aparato estatal. Se trata de movimientos sin motivaciones ideológicas, mafias organizadas que buscan su propio beneficio, utilizando a la población como alfiles para sus nefastos propósitos.