¿Qué tienen en común cinco presidentes de los Estados Unidos, cuatro presidentes de Francia, tres presidentes de China y cuatro papas? Todos ellos han tratado con Vladímir Vladímirovich Putin. Todos han dejado el poder, pero Putin sigue liderando el renacido imperio ruso. Muchas cosas han cambiado en el mundo, salvo el liderazgo de este exespía y abogado de la KGB, quien, convertido en el nuevo “zar” bajo formalismos presidenciales, se ha erigido como heredero de los odios de Iván el Terrible, de la grandeza de Pedro el Grande y de la estrategia de Catalina II.
Existe una declaración y un accionar que definen totalmente la personalidad y las intenciones de este duro y pétreo líder ruso. La declaración: “El colapso de la Unión Soviética fue el mayor desastre geopolítico del siglo”. El accionar: el hundimiento del submarino atómico Kursk. En esa tragedia, 118 marinos murieron, pero 20 de ellos permanecieron con vida durante casi dos días, pidiendo auxilio. Rusia no tenía los medios tecnológicos para rescatarlos, y solo Occidente podía ofrecer ayuda. Sin embargo, aceptar esa asistencia habría significado exponer los secretos del submarino nuclear al enemigo. La suerte de esos 20 submarinistas estaba sellada: murieron lentamente. Así de frío es Vladímir Putin.
En sus inicios en el poder, tomando la posta de Borís Yeltsin, su relación con los Estados Unidos no fue del todo mala. En ese contexto, Rusia estaba muy golpeada; el descalabro de la Unión Soviética había sido un golpe devastador. Putin necesitaba consolidar su poder interno, lo cual logró aplastando una sublevación en Chechenia. Sus coqueteos con la superpotencia mundial eran evidentes: visitas a Nueva York, entrevistas en vivo con Larry King, mucha química con George W. Bush (hijo), quien era presidente en ese entonces. Hubo colaboración para combatir al enemigo común: el grupo terrorista ISIS. Incluso compartieron inteligencia para dar muerte a Osama bin Laden, líder de Al Qaeda. Fue una “luna de miel” en todo lo alto.
Sin embargo, esa relación cambió drásticamente cuando los precios del petróleo se dispararon, consolidando a Rusia nuevamente como una potencia. Los apetitos de la OTAN por expandirse en territorios de la ex Unión Soviética acabaron con ese ficticio romance. Que los países bálticos —Estonia, Lituania y Letonia— ingresaran a la Unión Europea y luego a la alianza militar de la OTAN fue visto como una declaración de guerra. Que Ucrania intentara seguir los pasos de los bálticos era inaceptable. Para Rusia, era tan grave como si México se convirtiera en colonia de China o de Rusia: una afrenta inadmisible. Occidente cruzó una línea roja, lo que ha desatado un conflicto con más de un millón de muertos hasta la fecha.
Lo de Ucrania no es solo una guerra entre ese país y Rusia; es un enfrentamiento entre la OTAN y Rusia en territorio ucraniano. La influencia de Putin será determinante en los próximos diez años de la humanidad. Con 72 años y una presencia geopolítica innegable, el escenario del gran tablero global espera sus jugadas definitivas: para reconstruir el imperio ruso o para poner fin al último atisbo de grandeza de este líder.
(*) Analista Internacional