Kfar Saba es la ciudad en Israel que me acoge por estos días. Una invitación del Ministerio de Relaciones Exteriores israelí (a través del Instituto Internacional de Liderazgo Histadrut) me acerca a un conflicto que lleva décadas, y que, para la continuidad y existencia de Occidente, es prioritario por su complejidad.
Mi fascinación por la geopolítica y la antropología hace que esta experiencia sea indescriptible, en una zona del mundo donde la religión y la política viven un romance tóxico basado en el amor, el odio, el desengaño, la pasión y la traición. Definir esta experiencia en una sola palabra sería: inolvidable.
El alma de Israel está lacerada, mancillada por el horror del brutal atentado del 7 de octubre del año pasado por parte del grupo terrorista Hamas. Este ataque tocó las fibras más sensibles de la sociedad y dejó al descubierto las terribles divisiones que, dentro del pueblo judío, se han venido incubando lentamente a través del tiempo.
Llegar a esta parte del mundo buscando respuestas y encontrar más dudas es lo habitual. Años de división, recelo y abusos hacen que esta tarea sea muy complicada. Me entrevisté con árabes musulmanes con ciudadanía israelí, árabes cristianos con ciudadanía israelí, judíos liberales, judíos religiosos, drusos y beduinos, todos conviviendo en una delgada línea, donde hasta ahora todo tiene un relativo equilibrio.
La presión para el gobierno de Benjamín Netanyahu es brutal. Con razón los familiares de los rehenes piden su liberación, básicamente exigen que el gobierno negocie y los traiga de vuelta. A su vez, la posición del gobierno dura y clásica, de «con el terrorismo no se negocia» hace imposible augurar una solución a corto plazo. Más de 345 días sin ver a los rehenes en libertad causan mucho daño y dejan cicatrices muy profundas.
El gobierno sabe que una paz duradera pasará necesariamente por el aniquilamiento de Hamas y Hezbolá. El concepto draconiano de que, sobre la vida de los rehenes o de cualquier ciudadano, está la existencia del Estado de Israel es discutible.
Es una exageración maximalista una visión de Estado que, hasta ahora, ha hecho muy poco para integrar a todas las sangres que componen esta variopinta sociedad. El resultado: marchas apoteósicas en el centro de Tel Aviv, como en la avenida Kaplan, donde se reclama la libertad de los rehenes y una sensible disminución de la popularidad de Likud, partido de derecha del primer ministro israelí.
Esto me da pie para mencionar que la única democracia representativa de Medio Oriente tiene un parlamento (Knesset) conformado por 13 partidos de todos los colores y representaciones. Los hay súper religiosos ortodoxos, liberales, laicos e incluso partidos árabes, el reflejo mismo de una sociedad moderna y del primer mundo.
Pero dicen que siempre hay luz al final del túnel. Esa luz se personifica en dos seres humanos maravillosos que conocí: Lucy Aharish y Tsahi Halevi. Ella, periodista árabe, conduce un programa en la televisión israelí en hebreo. Él, actor judío de la serie Fauda. y en su hijo Adam un ángel nacido de ese matrimonio mixto, ese niño representa lo mejor de dos mundos y la certeza de que un futuro de paz le espera a la nación del rey David.