¡Amo la vida! La amo con cada respiración, con cada latido, con cada instante que se escurre entre mis dedos como arena dorada al atardecer. La vida es un milagro fugaz, un destello de consciencia en el vasto océano del tiempo. La siento, la abrazo, la celebro… y, sin embargo, sé que algún día tendré que despedirme de ella.
Es un pensamiento triste, casi insoportable. El deseo de vivir otra vez, de extender mi existencia más allá de los límites impuestos por la biología, se enfrenta con la certeza de lo inevitable. No hay retorno, no hay repetición, no hay segunda oportunidad en esta forma, en este ser que hoy soy. Pero en medio de esa tristeza, descubro algo asombroso: aunque yo, como individuo, tenga un final, algo de mí continuará existiendo más allá de mi último aliento.
Mis genes, mi legado biológico, son portadores de una posible inmortalidad. Están en ustedes, en los que vienen después, en aquellos que llevan fragmentos de mi esencia, aunque sea en una mínima secuencia de ADN. Cada célula que se divide, cada generación que nace, es un eco de lo que fui, una continuidad de mi existencia en el flujo imparable de la evolución.
Pero la inmortalidad no solo se encuentra en la biología, sino en las huellas que dejamos en el mundo. Hacer obras, realizar investigaciones, publicar conocimientos, decir las cosas como son —le duela a quien le duela— es también una forma de trascender. Es un acto de valentía que resiste al olvido y se convierte en un faro para las generaciones que vienen. La verdad no muere, las ideas perduran, el impacto de nuestro esfuerzo puede seguir transformando el mundo mucho después de que nos hayamos ido.
No se trata solo de existir, sino de dejar un legado. Aquellos que se atreven a desafiar lo establecido, que luchan por la verdad, que construyen conocimiento, que crean, que enseñan, que denuncian, que inspiran… esos nunca mueren del todo. Sus voces resuenan a través del tiempo, sus acciones sirven de ejemplo, su espíritu sigue vivo en quienes los recuerdan y en quienes se atreven a continuar su camino.
La vida es un préstamo, una chispa que se enciende y se apaga, pero su luz puede reflejarse en otros por siempre. Y aunque me entristezca saber que no podré vivir otra vez como hoy, me consuela saber que, en cierta forma, nunca desapareceré del todo.
Así que mientras el tiempo me lo permita, seguiré amando la vida con cada partícula de mi ser. Seguiré creando, investigando, revelando la verdad sin miedo, dejando huellas imborrables. Porque la verdadera inmortalidad no está en existir eternamente, sino en haber vivido con tanta intensidad, con tanta autenticidad y con tanta pasión por la verdad, que la vida misma nos recuerde.