Recuerdo la primera vez que leí Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Tenía exactamente diez años, y la idea de explorar las profundidades del océano a bordo del Nautilus me llenaba de asombro. A través de los ojos del profesor Aronnax, tenía la sensación de misterio y descubrimiento al navegar por un mundo que pocos humanos habían visto, uno donde la vida emergía de las más oscuras y frías profundidades del planeta. La aventura, capitaneada por el Capitán Nemo, parecía un viaje hacia lo desconocido, a un universo virgen, santo.
Mientras el Nautilus avanzaba a través de abismos y barrancos, Verne no solo pintaba un paisaje extraordinario, sino que también transmitía un profundo respeto por la vida que habitaba en las profundidades oceánicas. Esta vida, al igual que Nemo, estaba completamente aislada del resto del mundo, intacta en su serenidad. Hoy en día, ese océano que Verne describió con tanto detalle está bajo una amenaza que el autor probablemente nunca imaginó: la minería en aguas marinas profundas o más conocida como minería submarina.
En pleno siglo XXI, los fondos marinos están lejos de ser ese lugar intocable y misterioso que nos fascinó a los lectores de Verne. La industria de la minería submarina, impulsada por la necesidad de metales raros para tecnologías limpias, busca explotar minerales ocultos a más de mil metros de profundidad. Esta actividad no es solo una incursión en el hábitat de criaturas desconocidas, como las que maravillaron al profesor Aronnax, sino una intervención potencialmente destructiva. Imaginen al Nautilus no como un explorador, sino como una máquina ruidosa que, en lugar de admirar los corales y las criaturas abisales, destruye todo a su paso. Esto es lo que representa la minería de sulfuros en fuentes hidrotermales, o la extracción de nódulos polimetálicos en la vasta llanura abisal. Esta actividad rompe las estructuras naturales del lecho marino, levanta columnas de sedimentos que asfixian a los organismos y altera la química del océano, poniendo en riesgo a especies que ni siquiera conocemos del todo.
Muchos gobiernos y científicos están comenzando a alzar la voz, instando a que se detenga la explotación de estos ecosistemas hasta que comprendamos plenamente el impacto que tendría. Algunos países, como Perú, están considerando moratorias hasta que existan regulaciones basadas en la ciencia, con la esperanza de evitar daños irreparables, pero no tenemos una ley especifica que lo indique. No debemos olvidar que, al destruir los océanos profundos, podríamos estar comprometiendo mucho más. Tal vez, en lugar de seguir extrayendo de los fondos oceánicos, deberíamos explorar alternativas más sostenibles, como el reciclaje de metales ya utilizados. Así que, si alguna vez se sienten tentados por el brillo de los minerales que yacen en lo más profundo, recuerden al Nautilus y su viaje por un océano lleno de vida y secretos. Dejemos que las profundidades marinas sigan siendo un espacio de asombro y no de destrucción. Te comparto una frase de la novela de Julio Verne “El mar es un testigo silencioso de la historia del mundo”. Gracias por leerme.
Abogada Constitucionalista