Viaja a través de la historia la versión de que en la masacre del último monarca de Rusia, el zar Nicolás II y su familia, hubo una sobreviviente, la hija menor, Anastasia. Aunque ella nunca pudo obtener ese reconocimiento, prosigue del debate de si era o no la hija de Nicolás II
LA MATANZA DE LOS ROMANOV (I)
Fue una madrugada fría cuando la familia completa del zar Nicolás II fue masacrada a tiros por un grupo de bolcheviques borrachos de licor y odio. Vaciaron sus armas en los cuerpos de la familia real que jamás imaginó morir en esas condiciones. Así se ponía fin a una dinastía – los Romanov – que había ascendido al poder hacía 300 años en Kostrovay y gobernado con mano de hierro un reino que parecía infinito. Así, moría no sólo el zar sino también su mujer Alejandra (cuyo fervor por Rasputín dio alas al desastre al que ahora se enfrentaba Rusia), su heredero, el príncipe Alexei y sus cuatro hijas: Olga, Tatiana, María y Anastasia, además del médico de la familia y cuatro miembros de la servidumbre.
Esa era la creencia oficial y popular hasta que dos años después, durante una fría noche de febrero, una joven suicida era rescatada del río Spree por la policía berlinesa. Aunque en aquel momento ni la “señorita desconocida”, como fue registrada en el hospital Hospital Elisabeth de Lützowstrasse al que fue trasladada, ni el policía que la rescató podían imaginarlo, ese acto fortuito haría temblar a las monarquías europeas y a un buen puñado de bancos suizos, guardianes de la fortuna de los Romanov.
En un estado casi catatónico y sin que nadie la reclamase, la desconocida pasó del hospital a una institución mental, el asilo Dalldorf. Allí, una enfermera rusa que había huido a Alemania escapando de los bolcheviques reparó en su enorme parecido con las hijas de los Romanov. Un día la mujer cogió un periódico donde había una foto de la familia real y se la mostró. “Sé quién eres”, le dijo. “Cállate”, respondió la desconocida en un perfecto alemán.
¿Anastasia viva?
El rumor de que uno de los Romanov había sobrevivido llegó a todos los rincones de Europa y la señorita desconocida empezó a recibir visitas de allegados de la familia real que querían comprobar la verdad del suceso. A pesar de que sólo habían pasado dos años, nadie parecía tener la certeza de si es mujer era o no la hija de Nicolás y Alejandra.
Para unos no había ningún parecido, pero para otros era la viva imagen de Anastasia. Los que no se creían el parentesco real de la desconocida se aferraban a que aquella muchacha no hablaba ni una palabra de ruso, aunque sí lo entendía; los que veían en ella a la hija menor del último zar lo achacaban a un trauma que le hacía rechazar todo lo ruso y una necesidad de huir de ello para sobrevivir.
También se aferraban a su parecido físico, una curiosa malformación en los dedos gordos de sus pies (los pies reales de Anastasia sufrían una afección muy poco glamurosa: juanetes) y el conocimiento que la joven tenía de la historia familiar.
Aquella joven de mente errática conocía a la perfección los nombres de los que aparecían en el hospital y recordaba las fechas y los lugares en las que se habían visto e incluso era capaz de describir el interior de los suntuosos palacios en los que había pasado su vida. Desde aquella trágica madrugada habían aparecido por Europa muchos presuntos Romanov, pero ninguna historia tenía tantos visos de realidad como la de aquella muchacha.
¿Cómo había podido escapar aquella adolescente de aquel infierno de sangre y bayonetas que fue la casa Ipatiev el 17 de julio de 1918? Tras la renuncia del Zar, la familia real completa había sido obligada a peregrinar durante casi un año a lugares cada vez más modestos y deprimentes, siempre custodiada por el ejército bolchevique que temía que Nicolás II fuese rescatado por los rusos blancos y reinstaurado el trono.
La casa Ipatiev había sido su última parada. Aquella noche de julio fueron despertados de madrugada, lo tomaron como un nuevo y fatigoso traslado y se vistieron antes de dejar sus habitaciones.
Bajaron somnolientos y resignados y los apelotonaron en un pequeño cuarto a esperar el traslado. Lo que desconocían es que lo que esperaban era la muerte. El batallón improvisado los disparó, pero estaban tan borrachos que pocas balas acertaron y las que lo hicieron se encontraron con aquellos inesperados chalecos de joyas que salvaron sus vidas.
Para rematarlos, los soldados les clavaron las bayonetas y para asegurarse de que estaban muertos les dispararon en la cabeza, también al pequeño Alexei, también a Anastasia, quien según la crónica de los asesinos había sido la última en morir.
Lo que trascendió de la historia es que tras la matanza los verdugos habían llevado los cuerpos a una mina abandonada y allí los habían quemado y enterrado, nadie había sobrevivido. Después de todo, la historia la escriben los vencedores y a los bolcheviques no les interesaba una heredera viva reclamando el trono.
Pero ¿habían dicho la verdad? ¿O, como contaba “la chica desconocida”, un soldado arrepentido la había rescatado del maremagnum de cuerpos ensangrentados y la había ayudado a salir del país? Según la historia de aquella mujer, el soldado y ella se habían enamorado y habían sido felices hasta que él había sido asesinado en las calles de Rumanía. Así acabó en Berlín y así, incapaz de superar su tragedia, había intentado acabar con su vida en el río Spree.