Con el toque personal que la caracteriza, Christina Aguilera encendió el escenario mallorquin.
El concierto de Christina Aguilera en el Mallorca Live Festival ha sido un ejemplar ejercicio de pegada, músculo de una estrella del pop que se conoce estrella, aunque su fórmula sea sobreconocida. Es cierto que no posee riqueza estilística, más allá de epatar con los estilos de moda de cada instante, empero su presencia escénica es fiera y personalísima, como una leona herida reivindicando su territorio.
El territorio de Aguilera es un espacio para la festividad. Hay mucha gente botando y bailando por el escenario y ella no para de brincar y rememorar al público que la celebración no puede detenerse. Carnal y desmesurada, Aguilera es una intérprete aplastante. Gafas de sol, plumas negro y un vestido transparente con adornos rojos y de una sola pieza que marca su volcánica figura. Una vez que salta al escenario, el público sabe velozmente que no vino a Mallorca a saludar. Desea comerse el escenario y lo consigue a partir de la primera música. A la segunda se ha quitado las plumas y ya contornea la figura de manera descarada y salvaje. La iniciativa no admite medias tintas.
Por cierto, previo a que salga al escenario, las enormes pantallas lanzan este mensaje: “Ready to get…”. Preparado para… “Dirty”. Es un mensaje contundente y sin miramientos. La suciedad es un pop lascivo y efusivo, mirando a la cara a su público, tan atado luego de 2 años de enfermedad pandémica y tan necesitado de perder el control. Aguilera es perfecta para que los sensores de control fallen. Ella los explota y los pone en novedosas revoluciones con pop, rock mainstream, reguetón y lo cual sea que puede empujar al esqueleto a diversos países a los que no está acostumbrado en lo diario.
El territorio de Aguilera procede de un lugar hostil. Una estrella del pop que viene condicionada por Disney. De niña ha sido miembro de Mickey Ratón Club, un programa que convierte a chicos en juguetes rotos en la juventud.