En un mundo civilizado donde impera la racionalidad de nuestros actos bajo el imperio de un Estado Constitucional de Derecho, la medición multidimensional de nuestra escala de valores lo hallamos, no en aquellas que pueden ser inferidas de los bienes, sino de aquellas que se infieren de la propia naturaleza constitutiva del ser humano.
Por eso, una persona sin valores se constituye en un instrumento de su propia miseria humana. Los valores no son cuestiones abstractas o nociones especulativas; son cualidades reales, objetivas y de gran utilidad. Por fortuna vivimos una época donde cobran relevancia las cuestiones relacionadas con los valores humanos. Ya no podemos concebir un mundo carente de valores y de moral.
Perú vivió una terrible pesadilla cuando puso al descubierto todo un sistema corrupto construido a través de los hilos del poder. Entonces el anti-valor normó la conducta de malos gobernantes, políticos y empresarios que hicieron de las arca del Estado un botín mal habido. Entonces, un país sin valores está condenado al fracaso.
Los valores, no tienen color, sabor o forma, pero tienen existencia real de gran utilidad y eficacia, que trascienden del orden de la idealidad a la esfera del comportamiento humano.
Cuando son sistematizados e interiorizados en el alma popular, hacen del ciudadano un policía de sí y para los demás, en un orden racional de la naturaleza humana.
Planteados así, los valores son cualidades materiales que tiene sus leyes esenciales propias, con absoluta independencia de todo forma de ser con que se conciba. Esa cualidad aparece invariable a pesar de los cambios que puedan sufrir en su valor los depositarios concretos.
Por ejemplo, el valor de la amistad, de la honradez, la decencia, la justicia, etc. no desaparecen o cambian por la acción perversa de los corruptos, coimeros o sabandijas. Éstas existen y rondan en las almas puras fuera del impacto negativo de esos patrañeros.
Si no existieran los valores no podríamos distinguir el bien del mal, tampoco la decencia e indecencia o la justica e injusticia, el amor y el odio, la amistad y la enemistad, lo justo e injusto, etc.
El mayor tesoro de un ciudadano es vivir bajo el manto de los valores y de la moralidad, entendida como las buenas costumbres. Entonces, la felicidad será mayor en ellos.
Ocurre que el inmoral es despreciable y su falta de valores es fuente de su propia descomposición y, como todo lo que se descompone apesta, nos alejamos prontamente de aquella miseria humana. Podemos abarcar nuestra miradas alrededor de nuestra sociedad y halla donde huele mal, lo limpiamos o lo botamos.
De mi peculiar forma de repensar sobre estas cosas, me inclino reverente frente a un Estado que educa a nuestros niños en valores, para no tener que juzgar y mandar a las cárceles a los adultos. Pero de poco sirve educar en vuestros hogares, parroquias y/o iglesias, centros educativos y Universidades, si los medios de comunicación visual, fomentan antivalores con programas basuras.
(*) Doctora en Derecho y Analista político.
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