La historia del científico judío y gay que los nazis respetaron y no tocaron

Se dedicó a la investigación científica como si la Shoá (eliminación de judíos) no existiera, aparentemente protegido por Hitler

por | Jun 15, 2021 | Sin categoría

Se dedicó a la investigación científica como si la Shoá (eliminación de judíos) no existiera, aparentemente protegido por Hitler

Otto Warburg (1883- 1970), Premio Nobel de Fisiología 1931, fue un científico excéntrico. Mientras otros nombres brillantes como Albert Einstein y Otto Meyerhof abandonaban Alemania e incluso Fritz Haber, de origen judío pero convertido al protestantismo, Warburg continuó su investigación como si nada sucediera a su alrededor.

En 1942 llegó a exigir que el gobierno de Adolf Hitler le cambiara su status de Mischling (cruzado), como lo consideraba la normativa de 1935 ya que tenía un padre judío y una madre protestante, por uno de igualdad con los arios, y lo obtuvo.

Su amante, Jacob Heiss, con el que convivió toda su vida en una mansión de Dahlem, un barrio elegante al sudoeste de Berlín, transmitía sus órdenes con la mayor naturalidad en el laboratorio construido, según las detalladas indicaciones de Warburg, al estilo rococó de una propiedad holandesa del siglo XVIII que le había encantado.

Ni el hecho de que fuera de ascendencia judía ni el hecho de que fuera gay implicaron que su vida peligrase. Eso, sumado al hecho de que Warburg rechazó una oferta de la Fundación Rockefeller para continuar su investigación en Nueva York, hizo que el mundo científico supusiera que apoyaba el nazismo. Lo pagó caro al terminar la Segunda Guerra Mundial: quiso vivir y trabajar en los Estados Unidos y no lo logró.

Su verdadera historia

Sin embargo, su verdadera historia es mucho más compleja, según Sam Apple  en su libro: “Otto Warburg, the Nazis, and the Search for the Cancer-Diet Connection” (Con hambre voraz: Otto Warburg, los nazis y la búsqueda de la conexión entre cáncer y dieta), el científico se interesó por la resurrección del “efecto Warburg” en las investigaciones científicas sobre el cáncer hacia finales del siglo XX.

“Se trata de una particularidad del metabolismo de las células por la cual las malignas tienen un consumo de glucosa 200 veces mayor que las células normales. Esa voracidad, creía Warburg, era la clave para terminar con el cáncer: bastaría con hambrearlas”.

La derrota de Alemania por los Aliados y el surgimiento de la investigación genética como posible origen de la enfermedad lo dejaron en el olvido.

Algunas décadas más tarde, la falta de resultados y el vínculo entre obesidad y cáncer devolvieron a Warburg a la discusión académica. Sam Apple dio con la pista, hizo un artículo para la revista de The New York Times y se encontró fascinado por la historia. No pudo dejarla, y al conocer las características personales de Warburg y los azares de sus circunstancias, comenzó su libro.

Estrella de la ciencia

De los más de 100 científicos del Instituto Kaiser Wilhelm que el nazismo consideraba judíos —y 2.600 en el país, con distintos grados de asimilación, Warburg siguió en su silla hasta que cayó Berlín.

Warburg era una estrella de la ciencia alemana, antes del ascenso de Hitler, incluso obtuvo el Premio Nobel de Fisiología en 1931, Alemania concentró un tercio de las distinciones. Dos de esos premiados, Einstein y Max Planck, eran amigos de su padre, Emil Warburg, uno de los físicos más importantes del país.

Muchos de esos científicos eran judíos, y debieron abandonar su país; en 1937 Hitler decretó que ninguno de sus nacionales podía rebajarse al premio Nobel. La preeminencia científica de Alemania se desplazó hacia los países que recibieron a sus emigrados, principalmente los Estados Unidos.

Intocable

Warburg, sin embargo, se mantuvo en su puesto, indiferente a la realidad. Según el testimonio de un primo: “Él se conocía y sabía que iba a ser desdichado si se marchaba. Se conocía lo suficiente como para saber que necesitaba su castillo para sentirse como un emperador”.

Así lo llamaban sus vecinos, “el emperador de Dahlem”, cuando lo veían pasar por el barrio junto a Heiss, siempre elegante y a paso firme en sus botas con espuelas. Su casa era una de las más fastuosas de la zona, con techos de más de cuatro metros de altura, un pasillo con baldosas de piedra, pisos de parquet y un espacio dedicado a su hobby: un establo y un área de equitación.

Para el Reich, sin embargo, era un Mischling, y si bien el nazismo inicialmente no los rechazaba, pero una vez que se declaró la guerra los medio judíos y hasta un cuarto de judíos eran simplemente indeseables.

Ajeno al holocausto

Luego de la conferencia de Wannsee en 1942—donde se planeó la “solución final”, eufemismo por exterminio— la situación de Warburg se volvió mucho más precaria. “Hitler odiaba especialmente a los Mischlinge porque eran la encarnación viva de lo que detestaba: la mezcla de judíos y arios”, recordó Apple a NYJW.

Warburg, como en una realidad paralela, prohibió la bandera y el saludo nazis en su instituto y no tenía adherentes a Hitler entre su personal.

Así terminó la Segunda Guerra Mundial y Warburg seguía saciando el apetito voraz de energía de las células malignas, y el suyo de gloria.

“Que las células cancerosas por lo general consumen enormes cantidades de glucosa y fermentan buena parte de ella es algo que fue confirmado por otros científicos en las décadas siguientes a que Warburg hiciera su descubrimiento.

Murió en su ley

Warburg se volvió cada vez menos sociable y cada vez más excéntrico, aunque se mantuvo como director del Kaiser Wilhelm, renombrado Instituto Max Planck, hasta su muerte. Pasó sus últimos años obstinado en cumplir una dieta estrictamente orgánica, al punto que llevaba sus propios alimentos a los restaurantes para que se los preparasen.

A fines de la década de 1990, a casi 30 años de la muerte de Warburg,  varios científicos volvieron a pensar en alternativas de tratamientos, entre ellas el metabolismo de las células. The Hub, publicación de la Universidad Johns Hopkins, recordó que uno de ellos, Chi Van Dang, parte de su profesorado, redescubrió la importancia de la obra de Warburg.

El cáncer, argumentan hoy los científicos, es una enfermedad genética que no se puede comprender aparte de la transformación metabólica. Thomas Sefried, biólogo de Boston College, sintetizó a Apple su parecer sobre la hipótesis de Warburg: “Descubrimos que el hijo de puta tenía razón”.

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