Por: Ángel Delgado Silva / Tanto la democracia como sistema político y la economía social de mercado como régimen económico, tienen en común la confianza depositada en la actividad individual. Ambas creencias, elevadas a normas constitucionales, garantizan que los ciudadanos deliberen y decidan sobre los asuntos públicos, a la par que los agentes económicos escojan sus preferencias de consumo y producción, en un marco de plena libertad.
Por supuesto que la realidad complejiza, embrolla y hasta contradice estas reglas abstractas, en no pocas ocasiones. Muchas veces lamentamos los horribles resultados de comicios democráticos y las fallas del mercado que han provocado crisis resonantes, con la subsiguiente bancarrota empresarial y la perdida de millones de empleos.
Sin embargo, dichos riesgos no empalidecen las convicciones democráticas, “la forma de gobierno menos mala”, según Churchill. Tampoco el que la economía de mercado sea la opción más efectiva para lograr crecimiento económico. Sabemos, a la luz de la experiencia universal, que recelar la democracia produce a la larga dictadura y que abandonar las herramientas del mercado lleva al estatismo económico. Así se cancela la libertad política, en un caso y se liquida el bienestar social, en el otro.
Estas reflexiones son absolutamente pertinentes en la presente coyuntura. Porque la actual zozobra debido a la concurrencia de pandemia más destrucción económica –la dos por las pésimas decisiones gubernamentales– devela un triste y proceloso horizonte nacional. El pánico difundido más la desesperación en los sectores populares, diseñan el ambiente propicio para conformar derroteros autoritarios en lo político e intervencionistas en lo económico.
Inadvertido para muchos, la escena cotidiana se viene transformando. Con la cuarentena de coartada vivimos bajo un estado de excepción, puesto que los derechos fundamentales a la libertad y seguridad personales se encuentran más de cien días suspendidos. El Gobierno está encantado: disfraza su incompetencia, controla el malestar social y maneja las cosas a su antojo, con abusos y sin control, incluyendo la hedionda corruptela destilada por todas las rendijas del Estado. Poco importa que la cuarentena sea inútil en lo sanitario. Ha devenido en un instrumento de control político y social, que goza de la adicción del cogollo vizcarrista. Puede prolongarse e incluso suspender las elecciones para perpetuarse en el poder.
En paralelo, la debacle del país y la parálisis productiva estimulan posturas autocráticas, al interior del régimen económico. Ahí están la burocracia insensible que impide o retrasa la apertura de establecimientos, con protocolos ridículo e infames; la proliferación de la ultra reglamentación detallista y punitiva; las medidas populistas, en competencia con un Congreso mediocre, sonso e irresponsable. Pero cuando la crisis se profundice más aún, la tentación de controlar, intervenir y reemplazar a las empresas, será irresistible. En ese momento despertaremos en un charco totalitario … y puede que sea tarde.