Se dice por los intonsos y totalitarios que el Perú es un país de impunidad; que no se castiga. Todo lo contrario. Aquí se sanciona antojadizamente por el dictado del gobernador siniestro de turno en el Perú. Allí tenemos, históricamente hablando, el imperio canallesco de la Inquisición en los siglos XVI, XVII y XVIII en que el Tribunal de la Santa Inquisición enviaba a la hoguera a quienes se apartaran de la doctrina religiosa y a los que no acataran la majestad del Rey y Virrey.
Aproximándonos al s. XX tenemos los crímenes genocidas perpetrados por la sangrienta gobernación de Sánchez Cerro, el miserable instigador de los fusilamientos de cientos de apristas en Trujillo en el año de la barbarie (1932). En esa ocasión sentaría Sánchez Cerro su propia ejecución, materializada, como ya lo he dicho, por un joven aprista de menos de veinte años en el Campo de Marte.
Él mismo fue muerto en ese acto por las fuerzas policiales. En años posteriores Benavides, Prado, Odría, se encargaron de la tarea siniestra de eliminar manu militari cualquier expresión aprista. No vayamos muy lejos; recordemos lo acontecido con Leguía, presidente del Perú de 1919 a 1930. Una revolución, del 22 de agosto de ese año, derrocó a Don Augusto y a su régimen nacido el 4 de julio de 1919.
El 31 de agosto de 1930 la Junta Militar que presidía el país promulgó un decreto ley creando el Tribunal de Sanción Nacional, que en su parte considerativa señalaba el propósito de aquel organismo “determinar la inversión dada a los fondos públicos por el régimen anterior y establecer la debida responsabilidad sobre exgobernantes, funcionarios y empleados públicos y los particulares que hayan defraudado al fisco u obtenido ganancias ilícitas con detrimento de los dineros del Estado”.
El objetivo era el expresidente Leguía, quien ya octogenario fue ingresado en la penitenciaria medioeval de la República, como cualquier delincuente común. Eso debió haber sido mucha punición para don Augusto; pero, era la venganza de El Comercio y los Miro Quesada, quienes se sintieron destronados durante el oncenio.
No invocaremos el caso extremo de los artículos 95° y 97° de la imperante Constitución de 1920 donde prescribían que era la Cámara de Diputados la que debía acusar ante el Senado, al presidente de la República y otros aforados, por infracciones a la Constitución y por todo delito cometido en el ejercicio de sus funciones.
Para ese caso, si hubieran pretendido acuñarse a la pseudolegalidad de denunciar ante la Corte Suprema, recordemos que la supradicha Ley de leyes rigente, supérstite de los atropellos del hediondo soldadote, en su artículo 155° aseveraba definitivamente:
“Art. 155°.- Se prohíbe todo juicio por comisión. Ningún poder del Estado, ni ninguna autoridad puede avocarse causas pendientes ante otro Poder u otra autoridad, ni sustanciarlas, ni hacer revivir procesos fenecidos.”
Alfonso Benavides Loredo –padre de Alfonso Benavides Correa, mi maestro y adalid de la defensa del petróleo peruano–, como defensor de Leguía, preguntaba en su alegato ante aquel Tribunal: “Si se le considera responsable como particular ¿Por qué no se le ha sometido a los tribunales comunes? Y Si se le considera responsable como expresidente ¿Por qué se le ha distraído del fuero y procedimiento especial que corresponde por razones de orden público y por respeto a la alta dignidad que ha tenido en el Estado?”
El fascista Tribunal de Sanción Nacional era incompetente para juzgar a Leguía. Atentaba contra principios legales, constitucionales y de derecho universal. La única justificación fue la de la fuerza de los entorchados militaristas y el único precedente histórico fue el de la Corte Central, obra de un golpe castrense; fueron ambos creados por seudoleyes ad-hoc, apartando a los enjuiciados de sus jueces naturales. Fueron más tribunales revolucionarios que tribunales de justicia. Ejemplo clásico de la degeneración del juicio político y de todos los juicios que se celebren en el Perú.
Don Augusto murió en la prisión en 1931, días antes que se le notificara la sentencia civil. La sentencia penal estaba en proceso de redacción y no cumplió sus efectos pretendidos. Los anti-leguiistas dirán que fue un acto de justicia, cuando realmente fue un acto de barbarie, con un anciano cuasi octogenario.
Pero la muerte de ese expresidente no fue punto final a la violencia judicial en el Perú. Allí tenemos los fusilados, los encarcelados por años, los deportados y los proscritos de cualquier función pública. Debemos, por lo tanto, estar listos para castigar con justicia esta vez, a los usurpadores del poder y a los que utilizan el gobierno para asuntos personales. Ojalá que de estas seudoelecciones de abril próximo salga alguna luz democrática. Lo dudo. Pero el país debe estar alerta para conjurar el segundo acto de toda esta mascarada gobernante. Guerra avisada no mata gente.
(*) Jurista, exsenador y exconstituyente de la República
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