“ El Pueblo peruano sabe que llevo en el corazón sus intereses; que sufro con sus dolores y aliento sus esperanzas; que no tengo otro móvil que servirle; y cuando el mal ahoga o el peligro arrecia viene a mí”, es parte del discurso del 19 de junio de 1904 pronunciado por Don Nicolás de Piérola, quien temía que el gobierno fuera a manos de los herederos de su peor enemigo político: Leguía. Piérola, “el conspirador sempiterno”, en el intento de golpe contra Leguía (1909), dijo: “Abstenerse de participar… es obrar y obrar de la manera más eficaz y saludable posible”. Quiso Don Nicolás tomar las riendas del partido civil independiente, antileguiísta, para las elecciones, pero fracasó, y en su manifiesto del 14 de julio de 1912 sentenciaba: “Seguimos al abismo con ceguera inconcebible”; pedía que se solucionara la crisis de entonces dentro de la órbita constitucional, con nuevas elecciones. Visto en perspectiva, estos días, son como un deja vu, algo ya visto.
II
Los caudillos son permanentes candidatos a la Presidencia de la República, pero no todos los presidentes fueron, en el Perú, caudillos. Cuando van a campaña, una precavida cautela háceles llevar a Palacio a hombres sin vocación y, por tanto, sin ambición (Basadre: La Iniciación de la República, T.I, edit. UNMSM, 2002, p.144). Así tuvimos, Salazar y Baquíjano (1827, 1834); Andrés Reyes (1831); Manuel Tellería (1832); José del Campo-Redondo (1833) Manuel Menéndez (1841) Justo Figuerola (1843), que fueron presidentes interinos en virtud de disposiciones constitucionales y otras normas.
Son los primeros civiles que llegaron a la Presidencia por representar cierta “inofensividad”. En cambio, hubo caudillos militares presidentes de inicios de la República, en el primer militarismo (1827-1842): La Mar, Gamarra, Orbegoso, Santa Cruz, Salaverry, Vivanco, Torrico, Castilla, Nieto, La Fuente, Echenique, San Román, Balta, Prado.
III
Durante el siglo XIX, tuvimos las guerras por la independencia (1811-1824); y durante la República la invasión a Bolivia (1828) y la guerra con la Gran Colombia (1829). Vivimos conflictos internos, más que guerras civiles, entre Orbegoso y Bermúdez-Gamarra (1834); entre Vivanco y Ramón Castilla (1844); entre Echenique y Ramón Castilla (1854); de Prado contra Pezet (1865); entre Cáceres e Iglesias (1884-1885); Cáceres y Piérola (1895). Sí fueron guerras la de la Confederación peruano-boliviana (1836), contra Chile (1837-1839); invasión a Ecuador (1858); contra España, agresora del Perú (1866); y la del Pacifico contra Chile de 1879 a 1884. Un siglo de agitación.
IV
Pero, una de las etapas de más incertidumbre y de inestabilidad en la historia del Perú republicano surgió desde el 22 de agosto de 1930, con el pronunciamiento del comandante Sánchez Cerro contra Leguía, hasta que el comandante Jiménez entró al Palacio de Gobierno el 5 de marzo de 1931. Entonces, en Lima, en menos de siete meses hubo seis movimientos militares de carácter político; la insignia del poder presidencial cambió cinco veces (Leguía, Ponce, Sánchez Cerro, Elías, Jiménez), sin contar las horas en que estuvo encargado a Monseñor Manuel Holguín.
Durante varios días funcionó un gobierno en Lima y otro en el Sur. La amenaza de un desquiciamiento nacional era evidente. A la agitación política se añadía la crisis económica y hacendaria y la subversión social, resueltamente empujada por el partido comunista, parapetado en la CGTP de entonces (Cfr. Basadre: Historia de la República, tomo XI). Terminó con el nombramiento de una Junta Nacional de Gobierno, presidida por David Samanez Ocampo (1931). Esa Junta llamó a elecciones para presidente de la República y para un Congreso Constituyente (DL 7160, 26.mayo.1931), del que saldría elegido el canalla Sánchez Cerro, genocida de Trujillo (1932).
V
Las elecciones de 1931 –siguiendo a Basadre— significaron un hecho sin precedentes. Después de 1895, esos comicios habían tenido algunas características similares hasta 1919. El de 1899 fue la expresión del régimen demócrata-civilista y siguió en las elecciones de 1903, 1904 y 1908 que correspondieron a un apoyo civilista puro. En 1912, un estallido popular y la traición del gobernante malograron la continuidad civilista.
La pacífica jornada de 1915 fue fruto de la convención de las fuerzas políticas a favor del candidato civilista. No ocurrió lo mismo en 1919, Leguía precipitó un golpe de Estado. Las elecciones de 1924 y 1929 fueron formulismos groseros al servicio del poder. El oncenio terminó con un golpe de Estado, como serán estas próximas elecciones. Esperemos que ese caos no renazca si es hipotéticamente electo Pedro Castillo, un agitador nato, pero cobarde.
(*) Jurista, exconstituyente y exsenador de la República.
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