Cada mañana, al levantarme, me sumerjo en el torrente de noticias que fluye desde los periódicos y los telediarios. Y como usted, me enfrento a un cuestionamiento constante: ¿Qué está sucediendo con el mundo? ¿Por qué la inseguridad parece ganar terreno día tras día? ¿Cómo es posible que haya niños sin posibilidad de tener alimento? ¿Qué fuerzas impulsan la corrupción en las ciudades vulnerables? ¿Por qué la dignidad humana es tan fácilmente desechada? ¿Qué nos lleva a erosionar el estado de derecho con leyes que lo debilitan? Como abogada que trabaja a diario en la resolución de problemas sistémicos, me veo compelida a ofrecer una respuesta a esta falta de empatía y tolerancia que parece permear nuestra sociedad. No pretendo abordar este tema desde una perspectiva religiosa institucional, sino desde la convicción personal en la existencia de un ser supremo, Dios, quien, según mi fe, es el creador de los cielos y la tierra. En los momentos más difíciles de mi vida, mi fe en Dios me ha otorgado esperanza y la fortaleza para perseverar en la defensa de la naturaleza y la biodiversidad.
Estoy convencida de que si más políticos, jueces y fiscales operaran desde los valores que Dios nos lega, la realidad de nuestro país sería radicalmente distinta.
Sin embargo, en el mundo de la ciencia, me he encontrado con numerosos ateos que sostienen que Dios es una mera construcción humana, un concepto surgido para explicar lo inexplicable en tiempos antiguos. En el debate entre la ciencia y la fe, surgen cuestionamientos sobre la existencia del mal en un mundo supuestamente regido por un Dios benevolente. ¿Por qué permite Dios que el mal exista? La respuesta radica en el libre albedrío, esa capacidad otorgada a la humanidad para elegir su camino, aun a riesgo de las consecuencias. La existencia del mal no implica la ausencia de Dios, sino la libertad humana para tomar sus propias decisiones.
En este contexto, la fe en Dios se convierte en un faro de esperanza, un fundamento para la moral la misericordia y las normas sociales. Sin Dios, ¿qué sentido tendría el comportamiento humano? ¿Qué base moral guiaría nuestras acciones si no existiera un estándar divino? Al negar la existencia de Dios, nos sumergimos en un abismo de relativismo moral, donde todo es permitido y la dignidad humana se desvanece ante el egoísmo y la indiferencia.
Pero, ¿qué nos impulsa a rechazar la idea de Dios? El odio hacia Dios, incluso en aquellos que niegan su existencia, revela una lucha interna contra aquello que nos trasciende, una resistencia a aceptar nuestra propia finitud y dependencia.
En este sábado santo, en medio de un mundo convulso y necesitado de esperanza, es imperativo reconectar con los valores que Dios nos lega. Nada es más desafiante que seguir el camino del bien, respetando y protegiendo a cada ser viviente en este planeta. Solo así podremos trazar un nuevo comienzo, donde la fe en Dios ilumine nuestro camino y nos inspire a construir un mundo más justo y compasivo para todos.
(*) Abogada especialista en Derecho Ambiental