Irma Grese y María Mandel, las jóvenes que se convirtieron en criminales del genocidio nazi en el holocausto
El 13 de diciembre de 1945, en el silencio de la sombría prisión alemana de Hamelín y ante pocos testigos, un seco «crac» anunció que la soga había quebrado el cuello de Irma Grese, 22 años, nazi, criminal de guerra. Lo mismo ocurrió el 24 de enero de 1948, en el silencio de la sombría prisión de Montelupich, Cracovia, otro seco «crac» anunció que la soga había quebrado el cuello de María Mandel, 36 años, nazi, criminal de guerra. Ambas fueron condenadas a muerte por su participación en el capítulo monstruoso de la II Guerra Mundial de los campos de exterminio y la llamada Shoá: el Holocausto.
Ellas, como la mayoría de mujeres que trabajaban en el exterminio der judíos, eran campesinas, parientes de soldados muertos o heridos en combate, y su trabajo era la reubicación forzosa de civiles: los prisioneros hacinados en inmundas barracas, que más tarde o más temprano morirían fusilados o en las cámaras de gas.
IRMA GRESE
Irma tiene entonces, en 1942, apenas 19 años: la más joven del campo. Su primer trabajo: telefonista. Escasa paga: 54 marcos por mes, cuando el soldado raso, el último de la escala, ganaba 90. Un error en su tarea le cuesta un castigo: dos días al frente de un grupo de trabajo que cargaba piedras en una cantera y las llevaba a las entrañas de aquella galería de horrores, seguramente para construir más barracas y cámaras de gas.
Conoce allí al “Ángel de la Muerte”–y empieza a colaborar con él– a Josef Mengele, médico, capitán SS, y un espantoso doctor Frankestein de la vida real empeñado en urdir experimentos sobre seres humanos para producir, por medio de injertos, purificación de sangres y otras atrocidades, una raza superior más allá de la aria: el Superhombre del Tercer Reich que reinaría un milenio… y que se derrumbó en poco más que dos mil cien días.
Es historia y leyenda que Irma dobla la apuesta día a día: siente especial placer en martirizar a las enfermas, débiles o inválidas que día a día cruzan los muros y las alambradas del campo. Sobre todo si advierte en esos cuerpos deteriorados por el hambre y las calamidades de la guerra una sombra, un pálido eco de belleza.
En el diario de una prisionera, recuperado por un soldado aliado luego de la caída del Tercer Reich, se lee: «Manejaba su látigo a discreción sobre todas las partes de nuestros cuerpos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre de perdíamos la hacían sonreír con sus dientes perfectos que parecían perlas. Con el tiempo agregó otros calvarios: lanzar sobre nosotras perros hambrientos para que nos devoraran, y torturar niños«.
Liberado el campo Auschwitz II–Birkenau, en el alojamiento de Irma fueron halladas lámparas de mesa hechas con piel de judíos que ella misma mató y despellejó.
Entre los testimonios de la acusación, una ginecóloga judía, ex prisionera, declaró que «a Irma Grese le gustaba golpear con su látigo los pechos de las chicas más dotadas y jóvenes para que las heridas se infectaran, y después me obligaba a amputarlos… ¡sin anestesia! Del mismo modo, las forzaba a mantener relaciones sexuales con ellas, y cuando se aburría, las mandaba a los hornos crematorios después de matarlas con su pistola.
Condenada a la horca, tenía 22 años, fue colgada en la prisión de Hamelín a las 9.34 de la mañana del 13 de diciembre de 1945. La ejecutó el legendario verdugo inglés Albert Pierrepoint (1905–1992), experto oficial de la Corona y autor de no menos de cuatrocientos
MARÍA MANDEL
«La bestia de Auschwitz», el título con el que subió al cadalso, nació el 10 de enero de 1912 en Münzkirchen, Austria del Norte, entonces parte del Imperio Austrohúngaro. A diferencia de Irma Grese, no sufrió pobreza ni orfandad. Hija y nieta de una familia de zapateros, nada faltó en su casa: el padre disponía de sólida bolsa.
Pero hacia 1929 y a sus 17 años, ya terminado el curso secundario, se enfrentó duramente con su madre. Expulsada del hogar, deambuló buscando trabajo. El primero: cocinera en Suiza. Y después, una década de lugares y empleos…, hasta 1938, año en que encontró su destino: un curso de guarda de prisión en Lichtenburg, Sajonia, con otras cincuenta mujeres.
Tuvo como primera tarea: dirigir la construcción de una segunda sección, ya que las barracas, atestadas, no dan abasto para recibir decenas de vagones por día cargados de prisioneros.
Según cálculos bastante precisos, cerca de medio millón de almas murió por órdenes directas de «la bestia». Que mientras sucedían esas matanzas, ordenaba a la banda de música del campo tocar antiguas marchas militares. Y algo más tarde organizó la primera orquesta de mujeres para tocar ante la llegada de algún jefe del Reich.
En 1944, y ya ganadora de la Cruz al Mérito Militar de Segunda Clase, fue destinada a Mühldorf, un subcampo de ese otro infierno llamado Dachau. Pero sólo pasó allí pocos meses: en abril de 1945, inminente llegada de los aliados y caída del Reich, huyó por las montañas tratando de alcanzar Münzkirchen, su ciudad natal. Se escondió allí hasta el 10 de agosto, día en que la detuvo un comando norteamericano.
Entre rejas durante un año, en octubre de 1946 fue extraditada a Polonia, y más tarde juzgada en Cracovia y condenada a morir en la horca por crímenes contra la humanidad