John F. Kennedy escribió: «Todos los americanos han sido inmigrantes o descendientes de inmigrantes; incluso los indios … migraron al continente americano». Aunque estas palabras se dirigían originalmente solo a los estadounidenses, es obvio que también aplican a todos los habitantes de este continente. No es un eslogan políticamente correcto. Sin embargo, es una verdad científica irrefutable que desmonta los mitos de un anticuado nativismo y expone el entusiasmo desmedido de algunos antropólogos y sociólogos hispanoamericanos que ignoran que nadie en este continente es verdaderamente ‘nativo’.
El Homo sapiens, nuestra especie, no evolucionó en las praderas de Montana, las costas caribeñas, la cordillera de los Andes o las selvas amazónicas. Evolucionó en África hace aproximadamente 300,000 años a partir del reencuentro de dos poblaciones ancestrales del género Homo y desde allí se dispersó hacia Eurasia y el resto del mundo. Esta conclusión se basa en evidencias fósiles, genéticas y arqueológicas. Los restos más antiguos de Homo sapiens se han encontrado en sitios como Jebel Irhoud en Marruecos (~315,000 años) y en Omo Kibish en Etiopía (~230,000 años), que exhiben rasgos anatómicamente modernos, como un cráneo redondeado y una cara más plana.
La expansión del género Homo fuera de África ocurrió en al menos dos grandes olas migratorias. La primera tuvo lugar hace unos 2 millones de años y fue protagonizada probablemente por poblaciones ancestrales de la especie Homo erectus. Esta ola llevó a nuestros ancestros a Eurasia donde evolucionaron luego a especies como Homo neanderthalensis en Europa y Homo denisova en Asia, así como a otras poblaciones llamadas fantasmas, inferidas genéticamente, pero sin ninguna evidencia fósil.
La segunda gran ola migratoria involucró a Homo sapiens modernos y ocurrió hace unos 70,000 y 50,000 años. Durante esta expansión, nuestra especie no solo reemplazó gradualmente a otras poblaciones humanas, sino que también interactuó con ellas mediante cruces genéticos. Por ejemplo, en Eurasia, los humanos modernos se cruzaron con neandertales, lo que resultó en que las poblaciones no africanas actuales porten entre el 1% y 4% de ADN neandertal. Este material genético ha contribuido a adaptaciones como una mayor inmunidad, variaciones en la pigmentación de la piel y respuestas al frío. De manera similar, en Asia, los cruces con denisovanos aportaron hasta un 5-6% de ADN en poblaciones como las melanesias y algunas asiáticas orientales, facilitando adaptaciones a entornos de gran altitud, como en el Tíbet.
América representa el último continente colonizado por humanos. En América no hubo homínidos, y los primeros Homo sapiens, endurecidos por glaciaciones recurrentes y largas travesías, llegaron desde Asia a través del puente terrestre de Bering (o Beringia), y posiblemente por rutas costeras, hace aproximadamente 23,000-15,000 años. Estos migrantes no fueron necesariamente invasores. Eran exploradores y pioneros: cazadores-recolectores equipados con tecnologías avanzadas para la época. Tenían un dominio avanzado de la tecnología lítica (confección y uso de herramientas de piedra incluyendo puntas de lanza) y un control sistemático del fuego (para cocinar, generar calefacción y procesar materiales); habilidades que habían perfeccionado durante cientos de miles de años en Eurasia y África. Estas capacidades no surgieron en América, sino que fueron traídas por los migrantes y se evidencian en todos los sitios arqueológicos más antiguos del continente americano. Estos pioneros llegaron acompañados de perros domesticados que les asistían en la caza y el transporte. No hay ninguna evidencia de que trajeran plantas domesticadas en esta etapa inicial; las principales especies agrícolas americanas, como el maíz y la papa, fueron domesticadas localmente miles de años después con la invención independiente de la agricultura.
La evidencia fósil en América confirma que solo Homo sapiens ocupó el continente; no se han encontrado restos fósiles de otras especies del género Homo, como neandertales, denisovanos u Homo erectus. Estudios genómicos recientes muestran que todos los pueblos indígenas americanos descienden de poblaciones asiáticas del noreste de Siberia, con una divergencia hace unos 25,000-20,000 años. Por ejemplo, análisis de ADN antiguo y moderno confirman que la ascendencia nativa americana proviene de un grupo ancestral que se separó de eurasiáticos del norte, sin aportes genéticos ‘nativos’ preexistentes en América. Investigaciones recientes de 2025, como un estudio de genomas de 1,537 individuos de 139 grupos étnicos, trazan la ‘migración más larga de la humanidad’ desde Asia del Norte hasta Sudamérica, revelando huellas genéticas profundas, pero sin ningún indicio de origen local.
La ciencia nos dice que la migración no es una anomalía; es el motor mismo de la evolución humana. Sin ella, no habríamos sobrevivido a cambios climáticos, a la escasez de recursos o a la competencia con otras especies. En América, esa migración creó civilizaciones vibrantes: desde los inuit hasta los mayas e incas, todas construidas sobre el legado de ancestros que cruzaron mares congelados. En el gran tapiz de la historia humana, América no es un lugar exclusivo; es el refugio eterno para los que se atreven a migrar.
La historia del poblamiento del continente americano ilustra cómo la migración ha sido un proceso fundamental en la evolución y dispersión humana, impulsada por factores como cambios climáticos y la búsqueda de recursos. Esta perspectiva científica subraya la interconexión global de nuestra especie y la ausencia de orígenes nativos independientes en el continente.
(*) Biólogo Molecular de Plantas y Profesor de la Universidad Peruana Cayetano Heredia
(**) Biólogo Molecular y Congresista de la República.



