JAVIER VALLE- RIESTRA
El Perú se halla en un caos en estos momentos. El parlamento está descalificado y desprestigiado. Las masas le han dado la espalda al gobierno electo por azar y débilmente, en que el jefe de Estado terminará derrocado, preso, exiliado o con cualquier otro fin dramático. Recordemos que en los siglos XIX y XX ningún mandatario terminó en la cárcel. Salvo Fuijimori, en este siglo. El de hoy, por su mediocridad y déficit intelectual, resulta expuesto, insisto, a ese final tétrico.
Forma parte de esta debacle la posición parlamentaria más mediocre que ha tenido el Perú a lo largo de su vida republicana. Por eso debemos analizar uno de los elementos que contribuirán a este seísmo, entre ellos, está el voto de censura. Analicemos, entonces, la naturaleza de este instrumento constitucional. No es novedad. Manuel Vicente Villarán, en “Páginas Escogidas”, inventaría los votos de censura desde 1864 a 1906. Por no ser prolijo no repito los nombres de los expuestos. Ahí tenemos al gabinete presidido por José Antonio Ribeyro, como el primero censurado el 10 de agosto de 1864. La moción se presentó con el nombre de “Acusación por el delito de traición a la confianza pública”. Pero propiamente era una moción de censura a la que se dio ese aparatoso aspecto y nombre. En ese espacio temporal de sesenta años fueron censurados decenas de señorones, ministros y gabinetes ministeriales. Muchos, otros renunciaron con la sola presentación de la moción.
II
El voto de censura, nos recuerda M.V. Villarán, tiene su origen en el Perú con la Ley del 4 de noviembre de 1856, que estableció el Consejo de Ministros. Esa norma la aprobó la Convención Nacional de ese año, cuya inclinación doctrinaria exaltaba la autoridad del Congreso y tendía a disminuir la del Poder ejecutivo. La Ley de Ministros, dada por esa Asamblea, decía en su último artículo: “No merece la confianza pública el Ministro contra quien emitan las Cámaras un voto de censura”.
El primer ministro censurado fue Manuel del Río, el 13 de julio de 1849, de la cartera de Hacienda, del gobierno de Ramón Castilla. La lista de censuras es extensa, desde aquel año hasta el 2020 en que se debatieron poco más de 104 mociones, aunque no todas fueron aprobadas. Muchas fueron rechazadas por no alcanzar la votación exigida. En diciembre del 2015 fue censurado Jaime Saavedra, ministro de Educación de Kuckzynski y el último gabinete tachado fue el que presidió Pedro Cateriano (agosto, 2020), durante el régimen de Martín Vizcarra. Es notable, también, que en el primer gobierno de Fernando Belaunde Terry (1963-1968) fueron censurados 10 ministros, de once mociones presentadas, pese a la majestad intachable de FBT.
III
En la doctrina, Pierre Wigny nos habla que la moción de censura debe sostenerse en cuatro reglas básicas: (i) su objeto o contenido debe ser preciso; (ii) la diferencia entre el gobierno y el Parlamento debe ser suficientemente grave para justificar la remoción del equipo ministerial; (iii) las cámaras solo deben censurar los principios de política general y no los actos particulares; (iv) la cuestión de confianza que se plantee categóricamente, puesto que el gobierno solo dimitirá si pierde la mayoría parlamentaria. Esas reglas se aproximan para facilitar su disolución y cementerio del gobierno. Castillo se sentirá, así, solo y omnímodo. La historia lo decapitará a él, y a su entorno.
IV
Un tema vinculado con la censura es la cuestión de confianza; significa aprobar la política de gobierno o la gestión de un ministro, sobre cualquier tema, pero como una facultad del Poder Ejecutivo, cuya finalidad es servir de contrapeso a la potestad del Congreso de hacer políticamente responsable a los ministros (mediante la censura). En dos palabras se trata del balance de poderes. Así lo ha interpretado el Tribunal Constitucional en su sentencia del Expediente 0006-2018-PI/TC, reiterando que existen dos formas de plantearla, la del ministro individualmente y la del Presidente del Consejo de Ministros, de manera abierta, por cualquier asunto, cuyo objeto es buscar el respaldo político del Congreso.
El seudopresidente Castillo correrá la misma suerte necrológica que su gabinete. Ambos irán a la tumba política porque no pueden enmendarse. De tal manera que el exilio, la cárcel, o el Presbítero Maestro los esperan.