El comandante Segura venía de una familia de policías. Él era un hombre recio y orgulloso, con una formación castrense, de pocas palabras pero efectivo accionar. Los años habían dejado en su adusto rostro la sabiduría que le daba su vasta experiencia policial y en su rala cabellera, los hilos de plata eran una muestra de su vida dedicada a lo que le apasionaba: investigar.
Así que cuando su amigo y compadre, Jerónimo, lo llamó para que se haga cargo del caso sobre la desaparición de Luciana, no lo pensó dos veces y aceptó el reto. Juntó a su equipo de trabajo, hizo sus maletas y emprendieron el largo viaje hasta el pueblito de Tumbamarka.
Mientras pasaba por Matucana, rumbo a su destino, observaba el paisaje y recordaba que de joven había recorrido distintos poblados, conocido gente y costumbres del Perú profundo. Lo invadió la nostalgia, un sentimiento extraño para él, pues había aprendido con los golpes de la vida a controlar sus emociones; pero en ese momento, lo envolvía. Estaba reencontrándose con sus raíces.
Después de varias horas y paradas para recargar energías, el grupo de investigadores liderados por el comandante Segura, se dirigieron a la Comisaría del pueblo. Ahí los recibió con los brazos abiertos el comisario Jerónimo, esbozando una sonrisa de alivio nunca antes vista en su rostro. Su amigo había llegado para salvarlo de un linchamiento inminente.
– ¡Compadrichi, después de tantos años! ¡Qué gusto!
– ¡Jerónimo, amigo, la alegría es mía! No sabes lo bien que me hace escaparme de Lima, que aunque hermosa, es por momentos, asfixiante.
– No quiero desanimarte, amigo, pero no estás de vacaciones. La situación acá en mi pueblo es agobiante.
– Lo sé, Jerónimo, una desaparición no es cosa de juego. Cada día es vital para la víctima.
Jerónimo lo escuchó a su compadre Segura y recordó que no le había dado mayores detalles por teléfono sobre el caso, así que sacó de su gaveta el expediente con la poca información que había registrado desde el día que los padres de Lucianita la reportaron como desaparecida.
Eran apenas cinco folios con testimonios de los lugareños, pero nada concreto que lo acercara a resolver el misterio; así que organizó a su equipo de investigadores y comenzaron con la búsqueda de Luciana. Ya habían pasado doce días por lo que el comandante Segura tenía pocas esperanzas de encontrarla con vida, aunque como buen detective que era, no descartaba esa posibilidad.
La hipótesis inicial de un secuestro estaba descechada por el tiempo que había pasado y porque no se habían comunicado con los padres pidiendo rescate por ella. Lo más probable podría ser que la niña hubiese sufrido un accidente, se haya perdido o la hayan raptado.
Por ello, ampliaron el rango de búsqueda con un resultado positivo. En el camino que conecta el pueblo de Tumbamarka con el caserío de Vilcahuamán, lugar donde vivía la amiga de Luciana, había un paradero de camiones de carga que se encargaban de llevar a los pueblos aledaños, los diversos productos que posteriormente serían comercializados en las ferias dominicales.
Un poblador había reconocido a la niña de la foto y recordado que la vio subir a uno de esos camiones, mas no se percató de otros detalles, porque estaba ocupado arreando a su ganado. Sin embargo, esa pista fue vital para el detective Segura, pues tenía un punto de partida para dar con el paradero de la niña. Además de ello, el campesino le mostró la ruta que había seguido el camión. Jamás hubiese imaginado lo que cinco días después encontraría.